Un breve resumen de lo dicho las anteriores semanas nos sitúa en una perspectiva adecuada para acercarnos a Bartimeo, nuestro protagonista de hoy. Pedro, el rudo pescador de Galilea, reconoce a Jesús como el Cristo, el Hijo de Dios vivo, pero no acepta el plan de Dios: quiere ser como Dios y ser él quien dicte al Hijo lo que debe hacer. Era la primera tentación del hombre, que viene después de la primera condición para el seguimiento de Jesús: aceptarle como el Cristo y que sólo puede ser superada aceptando la Cruz, es decir el pan de Dios para nuestras vidas. La semana pasada era Juan y Santiago los que con su orgullo y los otros diez con sus celos, lo que se sitúan en la órbita de la segunda tentación: el poder. Ante esta tentación, Jesús nos presenta la segunda condición para su seguimiento: el servicio (Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos). Un servicio que nos lleva a beber el cáliz de Cristo: el martirio, el testimonio de Cristo como nuestro único salvador.
En esta perspectiva hoy nos disponemos a asumir la tercera condición: el desprendimiento de todo. El tercer anuncio de la Pasión viene precedido por un pasaje suficientemente conocido por todos: el joven rico. Recordemos el texto:
“Cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna”. Jesús le contestó: “¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre”. El replicó: “Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud”. Jesús se lo quedó mirando, lo amó y le dijo: “Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo y luego ven y sígueme” A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico”. (Mc 10, 17-22) Este hombre había caído en la tercera tentación, se había apegado al tener y era incapaz de – aun siendo buena persona – dar un paso más allá en el seguimiento de Jesús: su corazón seguía apegado a las riquezas. Los Doce fueron testigos de este diálogo y su respuesta no se hizo esperar y no podía ser otro que Pedro quien dijese: “Ya ves nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”. La tentación del tener, también presente en nuestros días, fuera y dentro de la Iglesia, nos separa del reino de Dios porque nos aleja de los hermanos. Miremos a tanto político enfangado en la corrupción sin importarle que todos esos bienes que ha robado o despilfarrado, hubiesen servido para aliviar el sufrimiento de tanta gente a su alrededor – y quiero dejar claro, que la inmensa mayoría de los políticos son gente honesta que con su dedicación a la sociedad ayudan a mejorarla, independientemente de su ideología -; pero esos pocos, tenían su corazón apegado al bolsillo, incapaces como ese hombre rico del evangelio, de ver más allá de sí mismos. En nuestra Iglesia – especialmente en el clero – sucede lo mismo, partiendo de la base, al igual que los políticos, que la inmensa mayoría sigue un modo de vida austero y ejemplar, no deja de haber quienes han hecho de su vida como sacerdotes o religiosos un “modus vivendi” para vivir a costa de los demás, lobos en vez de pastores. Por no hablar también de tantas familias rotas como consecuencia de una herencia, por pequeña que sea. Nuestro corazón muchas veces sigue apegado al tener.
“Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”, respondió Pedro. ¿Era cierto esto? Jesús no deja de ponerles a prueba y nuevamente les anuncia lo que va a suceder: su muerte y resurrección a los tres días. ¿Cuál fue la reacción de los Doce? Ya lo vimos en parte la semana pasada con los Zebedeo: “Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda” y nuevamente la reacción airada del resto. La respuesta de Jesús: “el que quiera ser grande entre vosotros que sea vuestro servidor, y el que quiera ser el primero sea esclavo de todos”. Pero la lección final no había llegado todavía; tenía que ser de la mano de alguien que no tenía nada más que un manto: Bartimeo, ciego de nacimiento. Escuchemos primero el relato:
“Y llegan a Jericó. Y al salir él con sus discípulos y bastante gente, un mendigo ciego, Bartimeo (el hijo de Timeo), estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”. Muchos lo increpaban para que se callara. Pero él gritaba más: “Hijo de David, ten compasión de mí”. Jesús se detuvo y dijo: “Llamadlo”. Llamaron al ciego, diciéndole: “Ánimo, levántate, que te llama”. Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo: “¿Qué quieres que te haga”. El ciego contestó: “Rabbuni, que vea”. Jesús le dijo: “Anda, tu fe te ha salvado” Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino” (Mc 10, 46-52).
El seguimiento de los discípulos, nos dice Marcos, estaba caracterizado por el miedo: “Estaban subiendo por el camino hacia Jerusalén y Jesús iba delante de ellos; ellos estaban sorprendidos y los que seguían tenían miedo” (Mc 10, 32a). Pero a pesar de ello su actitud seguía siendo la misma; lo hemos visto antes: el poder y los celos; no acababan de entender que su misión era ponerse al servicio del Reino y seguirle despojados de todo. Es desde esta perspectiva que tenemos que entender el relato de Bartimeo.
Jericó es la última etapa antes de llegar a Jerusalén, era necesario atravesar la ciudad en la que otros evangelistas sitúan relatos como el de Zaqueo. Una ciudad que desde lo más antiguo, cuando Israel toma posesión de la Tierra, es signo de la acción de Dios. Una ciudad capaz de lo mejor y de lo peor y un camino, que hasta ese momento y sobre todo cuando llegue a Jerusalén es un reconocimiento de Jesús como un mesías – aunque no sabemos muy bien de qué tipo, es muy lógico pensar que su mesianismo era reconocido como el pueblo desde un punto de vista político -; un camino en el que Jesús se ha ido encontrando a todo tipo de hombres y mujeres y sobre el que ha ido convocando a los suyos. Un camino, que algunos pensaban y todavía hoy lo piensan que era de pasar haciendo el bien o de un profeta poderoso (recordemos la expresión de los discípulos de Emaús, entristecidos y decepcionados tras la muerte de Jesús: “Lo de Jesús de Nazaret, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo”). Un camino que, a pesar de ello, había cambiado a muchas personas y que todavía nos tiene que deparar una sorpresa más.
¿Quién era Bartimeo? Marcos nos dice que era el hijo de Timeo (literalmente es lo que significa su nombre) y que era un mendigo ciego. Para comprender cómo siendo un personaje conocido – es de los pocos citados por su nombre, más allá de los discípulos – se dedica a la mendicidad, recordemos que en aquella época, y todavía hoy en algunas mentalidades, la enfermedad y más aún si era de nacimiento era un castigo divino y el contacto con él motivo de impureza; en muchas ocasiones eran repudiados por su propia familia e, incluso como sucede hoy en día – como podemos ver en nuestras ciudades con muchos que se dedican a la mendicidad – utilizados para causar lástima y obtener beneficios (esto se llama explotación). El caso es que sea por lo que sea Bartimeo está sentado al borde del camino, apartado de los demás y despreciado por ellos. Su única posesión conocida un manto; un manto para esconder su desnudez, para tapar su vergüenza de mendigar, para cubrirse del frío de la noche o del sol del día. Un manto y su voz, ¿solamente? No, tiene algo más, algo que les falta a los suyos, algo que lleva a reconocer a Jesús como el Hijo de David – expresión utilizada para referirse al Mesías – tiene fe. Fe en el Hijo de David, Jesús. Una fe que le lleva a gritar a pesar de que los que seguían a Jesús lo increpan y lo mandan callar: nuevamente, como veíamos con pedro, se oponen al plan de Dios. Pero Jesús pone a los discípulos en su sitio: vuestra misión no es apartar a la gente de mi camino, sino hacer que los que están al borde del camino y me buscan, puedan acercarse a mí. Bartimeo al oír la llamada, suelta el manto y de un salto se planta delante de Jesús y fijaos la pregunta de Jesús: ¿Qué quieres que te haga? Si leemos el relato anterior de los hijos de Zebedeo, Jesús les hace la misma pregunta: ¿Qué queréis que haga por vosotros? La misma pregunta y dos respuestas muy diferentes: una basada en la prepotencia y el poder: sentarnos a tu derecha e izquierda; la otra, algo muy sencillo: que vea. Unos no han comprendido que el reino de Dios no es una cuestión de poder y el otro ha comprendido que para acercarse a Jesús y por lo tanto al reino de Dios, es una cuestión de fe, de “ver”. Bartimeo se ha desprendido, se ha despojado de todo lo que le ataba al borde del camino: su manto y se ha acercado, reconociendo en Jesús al Cristo, para ver. Unos caminan con miedo hacia Jerusalén, el otro lo seguía por el camino. Los discípulos, incluso Pedro que lo reconoce como el Cristo, no han alcanzado la plenitud de su fe, sólo lo harán después de la Pascua, Bartimeo ha podido ver plenamente quién es Jesús y se ha puesto en camino en actitud de seguimiento.
Volvemos, pues al inicio de nuestras charlas cuaresmales: ¿Cuál es la primera condición para el seguimiento de Jesús? Parece obvio decirlo, pero no lo es tanto: la fe en Jesús como el Cristo, el mesías, el Hijo de Dios. Una fe que nos haga tomar la cruz, aceptar el plan de Dios para nuestras vidas, rechazar la tentación de querer ser como Dios. Una fe que nos haga vencer a la tentación del poder y hacer de nuestra vida un servicio a los demás. Una fe que nos haga vencer a la tentación del tener y poder así, desprendernos de lo que nos mantiene al borde del camino, para hacer de nuestra vida un seguimiento del Maestro.