Viernes, 16 de marzo: ¡¡¡Señor, que vea!!! (Mc 10, 32-10, 52)
Ya estamos acabando esta semana de charlas cuaresmales en la que hemos caminado, junto a Jesús para descubrir qué es lo que pide a aquellos que le quieren seguir; veíamos el primer día que la condición es reconocer a Jesús como el Cristo y cargar con nuestra propia cruz, el plan de Dios para nuestra vida; el segundo día, a partir de la Transfiguración y de la relación de amistad de Jesús establece con nosotros, eran la escucha y la oración, las nuevas condiciones que introduce Jesús para su seguimiento; el miércoles, era la sencillez y el servicio las condiciones expresadas por Jesús a partir del enfrentamiento de los Doce para ver quién de ellos era el más importante; ayer, a la pregunta de ¿quién puede salvarse? que le plantean los discípulos, la respuesta es muy clara, aquel que es cada de abandonar sus riquezas – y ya vimos que no son solo las materiales, sino el despojarse de uno mismo – está en condiciones de seguir a Jesús.
Pero la lección final no ha llegado todavía; tenía que ser de la mano de alguien que no tenía nada más que un manto: Bartimeo, ciego de nacimiento. Escuchemos primero el relato:
“Y llegan a Jericó. Y al salir él con sus discípulos y bastante gente, un mendigo ciego, Bartimeo (el hijo de Timeo), estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”. Muchos lo increpaban para que se callara. Pero él gritaba más: “Hijo de David, ten compasión de mí”. Jesús se detuvo y dijo: “Llamadlo”. Llamaron al ciego, diciéndole: “Ánimo, levántate, que te llama”. Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo: “¿Qué quieres que te haga?”. El ciego contestó: “Rabbuni, que vea”. Jesús le dijo: “Anda, tu fe te ha salvado” Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino” (Mc 10, 46-52).
El seguimiento de los discípulos, nos dice Marcos, estaba caracterizado por el miedo: “Estaban subiendo por el camino hacia Jerusalén y Jesús iba delante de ellos; ellos estaban sorprendidos y los que seguían tenían miedo” (Mc 10, 32a). Pero a pesar de ello su actitud seguía siendo la misma; lo hemos visto los días pasados: el poder y los celos; no acababan de entender que su misión era ponerse al servicio del Reino y seguirle despojados de todo. Es desde esta perspectiva que tenemos que entender el relato de Bartimeo.
Jericó es la última etapa antes de llegar a Jerusalén, era necesario atravesar la ciudad en la que otros evangelistas sitúan relatos como el de Zaqueo. Una ciudad que desde lo más antiguo, cuando Israel toma posesión de la Tierra, es signo de la acción de Dios. Una ciudad capaz de lo mejor y de lo peor y un camino, que hasta ese momento y sobre todo cuando llegue a Jerusalén es un reconocimiento de Jesús como un mesías – aunque no sabemos muy bien de qué tipo, es muy lógico pensar que su mesianismo era reconocido como el pueblo desde un punto de vista político -; un camino en el que Jesús se ha ido encontrando a todo tipo de hombres y mujeres y sobre el que ha ido convocando a los suyos. Un camino, que algunos pensaban y todavía hoy lo piensan que era de pasar haciendo el bien o de un profeta poderoso (recordemos la expresión de los discípulos de Emaús, entristecidos y decepcionados tras la muerte de Jesús: “Lo de Jesús de Nazaret, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo”). Un camino que, a pesar de ello, había cambiado a muchas personas y que todavía nos tiene que deparar una sorpresa más.
¿Quién era Bartimeo? Marcos nos dice que era el hijo de Timeo (literalmente es lo que significa su nombre) y que era un mendigo ciego. Para comprender cómo siendo un personaje conocido – es de los pocos citados por su nombre, más allá de los discípulos – se dedica a la mendicidad, recordemos que en aquella época, y todavía hoy en algunas mentalidades, la enfermedad y más aún si era de nacimiento era un castigo divino y el contacto con él motivo de impureza; en muchas ocasiones eran repudiados por su propia familia e, incluso como sucede hoy en día – como podemos ver en nuestras ciudades con muchos que se dedican a la mendicidad – utilizados para causar lástima y obtener beneficios (esto se llama explotación). El caso es que sea por lo que sea Bartimeo está sentado al borde del camino, apartado de los demás y despreciado por ellos. Su única posesión conocida un manto; un manto para esconder su desnudez, para tapar su vergüenza de mendigar, para cubrirse del frío de la noche o del sol del día. Un manto y su voz, ¿solamente? No, tiene algo más, algo que les falta a los suyos, algo que lleva a reconocer a Jesús como el Hijo de David – expresión utilizada para referirse al Mesías – tiene fe. Fe en el Hijo de David, Jesús. Una fe que le lleva a gritar a pesar de que los que seguían a Jesús lo increpan y lo mandan callar: nuevamente, como veíamos con Pedro, se oponen al plan de Dios. Pero Jesús pone a los discípulos en su sitio: vuestra misión no es apartar a la gente de mi camino, sino hacer que los que están al borde del camino y me buscan, puedan acercarse a mí. Bartimeo al oír la llamada, suelta el manto y de un salto se planta delante de Jesús y fijaos la pregunta de Jesús: ¿Qué quieres que te haga? Si leemos el relato anterior de los hijos de Zebedeo, Jesús les hace la misma pregunta: ¿Qué queréis que haga por vosotros? La misma pregunta y dos respuestas muy diferentes: una basada en la prepotencia y el poder: sentarnos a tu derecha e izquierda; la otra, algo muy sencillo: que vea. Unos no han comprendido que el reino de Dios no es una cuestión de poder y el otro ha comprendido que acercarse a Jesús y por lo tanto al reino de Dios, es una cuestión de fe, de “ver”. Bartimeo se ha desprendido, se ha despojado de todo lo que le ataba al borde del camino: su manto y se ha acercado, reconociendo en Jesús al Cristo, para ver. Unos caminan con miedo hacia Jerusalén, el otro lo seguía por el camino. Los discípulos, incluso Pedro que lo reconoce como el Cristo, no han alcanzado la plenitud de su fe, sólo lo harán después de la Pascua, Bartimeo ha podido ver plenamente quién es Jesús y se ha puesto en camino en actitud de seguimiento.
Volvemos, pues al inicio de nuestras charlas cuaresmales: ¿Cuál es la primera condición para el seguimiento de Jesús? Parece obvio decirlo, pero no lo es tanto: la fe en Jesús como el Cristo, el mesías, el Hijo de Dios. Una fe que nos haga tomar la cruz, aceptar el plan de Dios para nuestras vidas, rechazar la tentación de querer ser como Dios. Una fe que nos haga vencer a la tentación del poder y hacer de nuestra vida un servicio a los demás. Una fe que nos haga vencer a la tentación del tener y poder así, desprendernos de lo que nos mantiene al borde del camino, para hacer de nuestra vida un seguimiento del Maestro.
Dentro de dos semanas justas estaremos celebrando el Viernes Santo, el día en que la fe se pone a prueba; la fe los discípulos en Jesús, la fe de aquel que lo entrega y con la cobardía de quien no sabe reconocer su error se quita la vida; la fe de quien lo niega hasta tres veces y llora amargamente al sentir la mirada del Maestro y esa mirada será capaz de transformar definitivamente su vida; la fe de los que huyen como ratas cuando se hunde el barco, dejando sólo a quien habían aclamado sólo unos días antes; la fe de la Madre, sola al pie de la Cruz con algunas mujeres, llorando por el Hijo agonizante; la fe de tantos crucificados de todos los tiempos que es puesta a prueba en sus particulares Viernes Santo. Es el día en que las tinieblas oscurecen nuestros ojos de fe, somos incapaces de “ver”, de escuchar, de renunciar, de coger nuestra cruz…
Pero, también al tercer día, nuestros ojos podrán ver nuevamente la luz. Se hará la Luz, Cristo volverá a la vida y aunque en el camino nos sintamos decaídos, desilusionados, podremos ver a Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, al partir el Pan, al pronunciar nuestro nombre, al compartir con todos los hermanos el don de la paz. Es la Pascua. No puedo acabar estas charlas cuaresmales sin recordar que tras la Cuaresma, tras los cuarenta días de Cuaresma, vienen cincuenta días de Pascua, donde la Vida resurge, como lo hace la naturaleza tras el invierno; la Pascua en la que tenemos la oportunidad, con Bartimeo de dejar el manto de nuestros pecados y decirle al Señor: “Señor que vea” y Él nos devuelva la vista y podamos definitivamente, libres de las ataduras del pecado, en actitud de escucha y oración, de sencillez y servicio, de abandono de las riquezas, coger nuestra Cruz – aceptar la voluntad de Dios para nuestra vida – y ponernos definitivamente en el camino de los discípulos de Jesús.